Adriana de Egüés y Beaumont, es una de las mujeres navarras más importantes de su siglo, no sólo por la estirpe familiar, sino por sus propias obras. Ha pasado a la posteridad como musa del poeta tudelano Jerónimo de Arbolancha, autor de “Las Havidas”, pero su trayectoria vital es mucho más compleja pues además de mecenas de la cultura y el arte, actuó como protectora de mujeres desvalidas. A pesar de ello, es una de tantas mujeres ilustres olvidadas cuya biografía se desconocía. Un ejemplo lo tenemos en La Gran Enciclopedia Navarra que le dedica sólo unas líneas, cometiendo, además, el grave error de situar su nacimiento en 1623, cuando para entonces hacía dos años que había muerto.
El presente artículo está dedicado a revitalizar su memoria aportando datos inéditos en su mayor parte.
La trayectoria vital de Adriana de Egüés va de 1547 a 1621; se sitúa, por lo tanto, dentro del llamado Siglo de Oro, momento cumbre de la cultura española. Incluso su nacimiento se produce el mismo año que el de Cervantes, y su muerte coincide con la del rey Felipe III. Como vemos conoció el auge del imperio español, pero también asistió al inicio del declive que se hizo más evidente con el posterior reinado de Felipe IV.
El entorno familiar
Adriana de Egüés nació en Tudela (Navarra) dentro de un entorno familiar privilegiado, pues sus padres pertenecían a dos linajes, los Beaumont y los Egüés, encumbrados en lo más alto de la pirámide social navarra de la época,
La saga de los Egüés
El padre de Adriana fue Juan de Egüés y Pasquier. Por sus apellidos vemos que estaba emparentado con dos principales sagas tudelanas. Efectivamente, mediados del siglo XVI los Egüés aparecían ya entre las primeras familias tudelanas y se mostraban orgullosos tanto de sus riquezas, basadas en fincas, comercio y ganados, como por la antigüedad de sus orígenes.
Su orgullo llegaba a tanto que remontaban el linaje hasta el año 992, afirmando que habían llegado a Tudela con las huestes de Alfonso I el Batallador, en la época de la conquista de la ciudad por los cristianos. Evidentemente, esto no se ajusta a la verdad. Parece más claro que los primeros Egüés debieron llegar a la ciudad del Ebro en la segunda mitad del siglo XV, procedentes del valle de Egüés, cercano a Pamplona.
En 1470, un Miguel de este apellido aparece ya como jurado de Tudela y en la misma fecha Pedro y Martín de Egüés obtuvieron privilegio de hidalguía. Se dedicaban al comercio, fundamentalmente de telas, y en diversos documentos se les denomina “mercader” con tienda de ropa. También eran ganaderos, pues hay constancia de pertenecer alguno de sus miembros a la Cofradía del Ligallo, que agrupaba al gremio, donde en 1524 un Pedro de Egüés ocupaba el cargo de juez de la cofradía.
Paralelo al ascenso económico, se había producido el político y social, de tal manera que un Juan de Egüés, abuelo de Adriana, aparece entre los delegados que envió la ciudad de Tudela en 1512, para entrevistarse con Alonso de Aragón a fin de ajustar las condiciones de capitulación ante las tropas que la tenían sitiada. El encuentro tuvo lugar en Cascante el 6 de septiembre.
La incorporación de Navarra a Castilla no supuso merma en el estatus familiar; más bien lo contrario, ya que Fernando el Católico concedió a Juan de Egüés un acostamiento de 13.000 maravedís por su comportamiento en relación con la conquista. Posteriormente, en la década de 1520 / 1530, lo vemos ocupando varias veces el cargo de alcalde de la ciudad e incluso consiguió una capilla funeraria en la iglesia de San Salvador para poder ser enterrados él y sus sucesores.
El padre de Adriana, Juan de Egüés y Pasquier, llegó a ser un importante hombre de negocios. Casó en primeras nupcias con Leonor de Gante, emparentada con el Señor de Fontellas, de la que tuvo un hijo, Martín, que luego sería abad de Fitero. Tras enviudar, volvió a contraer matrimonio con Luisa de Beaumont, de noble familia de la que luego trataremos, estableciéndose las capitulaciones matrimoniales en 1538. En los últimos días de su vida, Juan de Egüés se retiró al monasterio de Fitero, donde falleció.
La saga de los Beaumont
La madre de Adriana fue Luisa de Beaumont y Beaumont. Pertenecía a la estirpe de los Beaumont, cuyo origen se remontaba al infante Luis, hermano del rey Carlos II de Navarra. Este importante linaje conoció varias ramas que en el siglo XV dieron lugar al bando beamontés que tanta trascendencia tuvo en la historia del viejo reino.
Los Beaumont poseían en Tudela bastantes heredades, entre ellas la casa principal que se alzaba en la parroquia de San Salvador, en la entonces denominada calle de La Planilla. El edificio se había ido ampliando durante el siglo XVI y confrontaba en parte con el antiguo convento de monjas clarisas. En el apeo de bienes realizado en Navarra en 1614, el edificio se valoraba en 1.500 ducados. Años más tarde, en 1618, al trasladarse las monjas extramuros de la ciudad, se reorganizó urbanísticamente la zona y los Beaumont adquirieron parte del convento.
Un inventario realizado en 1661 permite observar el contenido de la casa palacio, preñada de objetos suntuarios que señalaban el nivel alcanzado por la familia. Destacan los muebles de ébano, los objetos de marfil, plata y oro; así como los tapices que colgaban de las paredes representando batallas, temas de caza o motivos religiosos. Por otra parte, numerosos cuadros y láminas adornaban los salones hasta convertir el palacio en una especie de museo. Vicente Berdusán, el más notable pintor del barroco en Navarra, se encargó de tasar el conjunto de 169 cuadros de diversos tamaños y temas que poblaban el palacio, además de numerosas láminas.
Entre los cuadros, la mayoría de tema religioso, llama la atención la existencia de una colección de “emperadores romanos” y, sobre todo, el conjunto formado por once cuadros con retratos de matronas que podría ser una réplica del conjunto de mujeres célebres que todavía se conserva en el Palacio del Marqués de San Adrián.
Otro signo de distinción lo constituían los numerosos criados de la casa, desde el altivo mayordomo hasta la joven doncella que cuidaba de los niños. Podemos verlos documentados en los Libros de Matrícula de la parroquia de San Salvador donde se mencionan alrededor de una docena.
La casa dejó de pertenecer al mayorazgo de los Beaumont al ser subastada en 1680 y adquirida por los marqueses de Montesa que la convirtieron en casa principal del mayorazgo hasta que a finales del siglo XVIII se trasladaron al nuevo palacio levantado en la Carrera de las Monjas junto al camino real a Zaragoza. A partir de entonces el viejo caserón conoció diversos usos, entre ellos acogió en sus salones una sociedad, “Liceo Artístico Literario de Tudela”, formada en la década de 1870 y donde jóvenes de distinguidas familias intentaron dinamizar la vida cultural. Por ello era conocido popularmente como “el Liceo”. Ya en el siglo XX sirvió para fines más prosaicos como viviendas particulares hasta que fue derribado en 1955.
El matrimonio Egüés – Beaumont
Luisa de Beaumont y Beaumont, enlazó matrimonialmente con Juan de Egüés, ya viudo de Leonor de Gante. Las negociaciones entre ambas familias para llevar a buen puerto la consecución de los esponsales se plasmaron en un documento de capitulación matrimonial ante el notario Fernando de Agramont, fechado en Tudela el mes de noviembre de 1538. A través de él podemos observar el diferente tratamiento dado a los futuros cónyuges. Al marido, le nombran simplemente, “Juan de Egüés”; por el contrario, ella es “doña Luisa”. No hacía falta poner el apellido de tan ilustre familia, todos la conocían.
Según estas capitulaciones, el novio aportaba al matrimonio “todos sus bienes mobles y raíces”; mientras que la novia traía como dote la cantidad de 600 ducados de oro y “una cama de ropa”, es decir el mueble con sus accesorios y aditamentos. La dote provenía de los 450 ducados que le otorgaba su hermano, Francés de Beaumont, barón de Beorlegui, y los 150 donados por su tía, doña Graciana Díez de Armendáriz.
También se especifica el modo de pagarlos. Los primeros doscientos, “para el día y fiestas de nabidat primero biniente”. Otros cien “el día que Juan de gues (sic) llevare a la señora donya Luisa a su casa”. Es decir, una vez consumada la ceremonia de casamiento. Los restantes, en dos plazos iguales de 150 ducados. El primero, para San Miguel de 1539; el segundo, en la Pascua de Resurrección de 1540.
Un detalle. La cama donde había de dormir el matrimonio, aportada por la novia, se dejaba al gusto, se supone que exquisito, de doña Graciana y de “la madre del Justicia”. Es decir, la madre de Ojer Pasquier, entonces Justicia de Tudela, el cual firma como testigo del contrato. Y para que nada quedase en el aire, el corellano Anchen de Tardez, salió “fiador y llano pagador”, con toda su fortuna, bajo pena de 1.000 ducados si no llegara a pagarse la dote estipulada.
La ceremonia nupcial debió celebrarse en los primeros meses de 1539 puesto que ya estaban casados el 17 de junio, según consta en un documento en el que ambos cónyuges admiten haber recibido parte de la dote de casamiento. Desconocemos donde tuvo lugar, aunque todo lleva a Tudela y más concretamente en la colegiata de Santa María, donde los Beaumont poseían enterramiento en la capilla mayor. Por otra parte, no queda constancia del mismo en los Libros de Casamiento de las parroquias tudelanas ya que estos comenzaron a llevarse más tarde. Los más antiguos corresponden a la Magdalena y comienzan en 1549.
El lugar de residencia se estableció en la casa de Juan de Egüés. Éste continuó con los negocios y empresas; entre ellas una presa levantada en el llamado Barranco de San Gregorio para recoger las aguas que bajaban de la Bardena, a fin de regar las tierras de Camponuevo, en la margen izquierda del Ebro. Sostuvo igualmente un largo pleito contra otros propietarios de Camponuevo pues pretendía que las “yerbas” del citado término le correspondían privativamente. Los tribunales le quitaron la razón. Sabemos también que era dueño de varias casas, una de las cuales, sita en la parroquia de San Nicolás, la tenía arrendada en 1558 a Diego Navarro, y precisamente en ella se hospedó el señor de Orcoyen, cuando vino a las cortes de Navarra celebradas en Tudela.
Luisa de Beaumónt, por su educación y linaje, era una gran señora, muy pagada de sí misma. Sabía leer y escribir, lo que, una vez más, la colocaba por encima de las mujeres de su tiempo. Su firma, de rasgos amplios y rotundos, aparece en diversos documentos, como el que plasma las capitulaciones matrimoniales.
Este orgullo de estirpe junto a su fuerte carácter se puso de manifiesto en el pleito que sostuvo contra el Cabildo de la Colegiata donde aparecen mezcladas cuestiones de honor y protocolo, junto a otras relativas al papel asignado a la mujer.
Conflicto con el cabildo colegial
Los Beaumont tenían desde antiguo sepultura, con su escudo nobiliario, en la capilla mayor de la Colegial de Santa María y en ella eran sepultados. Una prueba del prestigio social que daba ser inhumado en sitio tan preferente la encontramos cuando Graciana Díez de Armendáriz, ordena en el testamento, redactado en 1544, ser enterrada “en la iglesia Mayor de Santa María de la ciudad de Tudela y allí, en la capilla mayor della”, obviando la capilla funeraria que los Díez de Armendáriz, señores de Cadreita, poseían en el convento de San Francisco.
Causas difíciles de comprender hoy, pero claves en aquella sociedad tan puntillosa con el honor, suscitaron una serie de problemas entre el Cabildo Colegial y la familia Beaumont, propietaria de la sepultura. El conflicto comenzó cuando los canónigos prohibieron la estancia de mujeres en dicha capilla mayor durante los oficios divinos. Ante esta medida, que conculcaba los derechos históricos de la familia y agraviaba a las féminas, los Beaumont pusieron pleito, y para demostrar que no estaban dispuestos a renunciar a sus derechos, doña Luisa, junto a su cuñada doña Leandra de Egüés, penetraron en la capilla y permanecieron en ella durante los oficios. Contraatacó el cabildo y el fiscal del deanado y despacharon censuras contra ellas. Acudió en su defensa, Juan de Egüés, apelando a instancias superiores.
Pero mientras esperaban el veredicto, doña Luisa evidenció de nuevo su carácter y quebrantó el mandato penetrando en la capilla mayor. Inmediatamente, se dictó contra ella pública excomunión. Era el inicio de una guerra abierta que escandalizó a los fieles y que tuvo momentos muy tensos como el de 1551 cuando los canónigos cerraron la verja del altar mayor el día de las Ánimas; Luis de Beaumont, barón de Beorlegui, amparado en gentes armadas, penetró temprano en la iglesia, escaló la verja y rompió las cerrajas.
A continuación, se aposentó con su familia en el presbiterio y allí se mantuvo hasta la tarde. Al Cabildo no le quedó otro medio que celebrar los oficios en el claustro, en la capilla de San Dionís.19Años más tarde, el cabildo dio un paso más al prohibir los enterramientos en la capilla mayor y los Beaumónt apelaron a Roma. Fue un pleito larguísimo que todavía seguía en 1661.
Descendencia
Mientras esto ocurría, iban naciendo los hijos. El matrimonio tuvo, al menos, cinco: Martín, Juan, Juana, Adriana y Francisca. Se conoce muy poco de la trayectoria vital de los mismos y los datos son, a veces, contradictorios. Sí está claro que de este matrimonio procede la estirpe que dio lugar a los Marqueses de Camponuevo.
Martín, el primogénito, al que algunas fuentes sitúan sirviendo en Flandes con el Duque de Alba, fue el que continuó el litigio para obtener el mayorazgo de Santacara y Castejón. En 1589 aparece como teniente de alcalde de Tudela cuando se hace una nueva imagen de Santa Ana. Falleció hacia 1592. Estuvo casado con Juana Jiménez del Bayo, de la que tuvo una hija, Martina que casó con Pedro de Arizcun. Otro hijo, Martín, lo hizo con Ana Verdugo de la Cueva y andando el tiempo fue Catedrático en Salamanca, Oidor en la audiencia de Sevilla y obtuvo el Hábito de la Orden de Calatrava.
Juan, permaneció en la casa familiar de los Egüés en Tudela. Fue Caballero de Calatrava. Casó con Graciana de las Cortes Ollacarizqueta. Aún vivía en 1614, pues se le nombra en el testamento de Adriana de Egüés; pero había muerto ya en 1618 cuando Adriana redacta el primer codicilo a su testamento.
Juana, estuvo casada con García de Mirafuentes y Aibar. El matrimonio no tuvo descendencia. Adriana, cuya vida estudiamos a continuación.
Francisca, casada con Bernal de Aguerre
3. Adriana de Egües y Beaumont
Adriana fue bautizada en la parroquia de Santa María, el 22 de agosto de 1547. La partida de bautismo, muy escueta, como casi todas las de aquella época, dice así:
“a 22 fue V(autizad)ª Adriana hija de Juan degues y doña Luisa de Viamonte: Padrinos Pedro de Baigorri y Leonor degues”.
Observemos que siguen manteniéndose las diferencias de tratamiento entre los cónyuges. Mientras al padre se le nombra llanamente por su nombre, a la madre le anteponen “doña”, símbolo de especial distinción. Respecto a los padrinos, Pedro de Baigorri era un ganadero de ovejas e incluso de cerdos puesto que, en 1554, vendía a Prudencio Álvarez, residente en la villa de Fitero, treinta cochinos. Pertenecía a la influyente cofradía del Ligallo que abarcaba el gremio de ganaderos y como tal encontramos su nombre entre los que acudieron en 1558 al sorteo de las corralizas municipales.25 En cuanto a Leonor de Egüés, era tía de Adriana. Puede que ambos padrinos fuesen vecinos puesto que sus casas sirvieron de alojamiento para el abad de Iranzu y sus acompañantes cuando aquel mismo año asistieron en Tudela a las Cortes de Navarra.
A la niña le impusieron el nombre de Adriana, posiblemente en recuerdo de su abuela materna, aunque tampoco debemos olvidar que este nombre se había puesto de moda tras el paso por Tudela del Papa Adriano VI (Adriano de Utrech) en 1522, cuando iba camino de Roma. Efectivamente, en Pedrola (Zaragoza) el papa bautizó de su propia mano a una hija del conde de Ribagorza a quien pusieron de nombre Adriana en memoria de acto tan singular.
Musa del poeta Jerónimo de Arbolancha
Nada sabemos de la infancia de Adriana, ni de su educación. Intuimos que ésta hubo de ser refinada ya que pertenecía a dos familias encumbradas y además se crio entre mujeres cultas como vimos de su madre.
Llegada la adolescencia coincidió con el movimiento de renovación cultural y artística que vivió Tudela en la segunda mitad del XVI y que está íntimamente ligado al auge económico que conoció la Ribera de Navarra tras la incorporación a la Corona de Castilla.29 Fueron, en feliz expresión de José Ramón Castro, años fecundos para la ciudad del Ebro, pues aquí convivieron el astrónomo Francisco de Tornamira, el poeta Jerónimo de Arbolancha, el dramaturgo Melchor Enrico, el humanista Pedro Simón Abril, rector del Estudio de Gramática, el historiador Pedro de Agramont o el médico Juan López, por no citar sino aquellos que han dejado obras escritas.
Las tertulias o “academias literarias” como entonces se nombraban, eran varias y rivalizaban por alcanzar más renombre. Nada tiene de extraño que Pedro Simón Abril, tras marchar a la universidad de Zaragoza, siguiera en contacto epistolar con sus amigos tertulianos. Incluso en carta al ayuntamiento, fechada en 1594, descubre su nostalgia por Tudela. Desde Medina de Rioseco, donde por entonces enseñaba, llega a decir: “dejara perder tres mil reales que estos señores me deben y me fuera a pasar la vida con vuestras mercedes y gozar de aquella amena y dulce conversación que yo tuve algunos años con vuestras mercedes”.
Pues bien, ya fuera por su alcurnia o por prendas personales, Adriana aparece como una de las musas e inspiradoras de ese movimiento y a ella dedicó el joven poeta Jerónimo de Arbolancha su obra Las Habidas, con un poema que lleva esta dedicatoria: “A la Ilustre Señora Doña Adriana de Egüés y de Biamonte”, y comienza con estos encendidos versos:
En vos todo mi canto se decora
Vos distes a mi tosca pluma lumbre
Más clara que nos da la Aurora.
Y así yo vuestro nombre en lalta cumbre
De la fama inmortal he colocado
Siguiendo en alabaros mi costumbre.
También la hace protagonista de su historia pues no hay duda que Adriana de Egüés se esconde tras la princesa Adriana y tras la zagala Andria. De la misma forma que el poeta se esconde tras el pastor Arbolino.
Una lectura detenida del poema permite conocer algunos rasgos de la joven, que tiene apenas 19 años cuando en 1566 se publica el libro. En primer lugar, Arbolancha alaba su hermosura, realzada por su elevada posición social.
Pero además de belleza, resplandecían en ella otras cualidades que la colocaban por encima de todas las de su generación. El poeta afirma categóricamente:
“Que no hay quien mayor loor que mi Adriana
Merezca en toda la Ribera mía”.
Aún son mayores los elogios que le dedica don Melchor Enrico, director del Estudio de Gramática de la ciudad y maestro de Arbolancha, quien en la Epístola que envía a su discípulo, y que aparece en el citado libro, la compara con la diosa Minerva:
“Y aquella tu Adriana que nombraste / (…) /
Con ser como lo es otra Minerva
En casta, y en honesta, y en discreta,
Tanto por sí como por su planeta.”
El final del poema deja ver el gran ascendiente que Adriana de Egüés, tenía en la alta sociedad de Tudela, pues Jerónimo de Arbolancha no duda en pedir su protección y amparo ante las posibles críticas al libro:
Mirad, que os hago de él Ninfa driada
Mirad no consintáis que las Harpías
Hagan en él su nido y su morada,
Que son aves pestíferas y frías
Pues son las lenguas de los maldicientes
De quien se temen las canciones mías.
Algunos, al leer el poema, pudieron preguntarse acerca de las relaciones del poeta y la joven aristócrata. Jerónimo quiso dejar claro que Adriana sólo es su musa y niega las habladurías que corrían por la ciudad.
No porque os tenga yo por mi señora
De la suerte que el mal vulgo podría
Pensar, como el que todo lo devora.
Mas porque tengo yo en la fantasía
Que no hay quien mayor loor que mi Adriana
Merezca en toda la Ribera mía.
Nada más sabemos, por ahora, del tipo de relaciones entre el poeta y la altiva aristócrata. Pasados los arrebatos juveniles, ambos siguieron su camino.
Jerónimo de Arbolancha, se casó en 1570 con Graciosa, una adolescente de quince años hija del importante hombre de negocios tudelano Jaime de Cascante.
A partir de este momento debió cambiar la poesía por los negocios y se acogió a nueva vida. Vida que duró muy poco, pues falleció con apenas 26 años, el 13 de junio de 1572, siendo enterrado en el convento de los Franciscanos.
Dejaba viuda a su mujer sin haber cumplido aún los 17 años y embarazada de su segunda hija. Graciosa de Cascante sobrevivió bastantes años y contrajo nuevas nupcias. Falleció en 1595 a los cuarenta años.
3.2. Boda de Adriana con Hernando de Ciordia y Villalón
Adriana, siguiendo los usos de la época contrajo matrimonio joven, aunque no excesivamente, y lo hizo con Hernando de Ciordia (1544/1592), perteneciente a una rica, bien posicionada e influyente familia tudelana, cuyo apellido puede rastrearse en Tudela al menos desde finales del siglo XIV cuando un Ferrando de Ciordia, mercader, aparece enviando pescado por el Ebro hasta Zaragoza. Años más tarde, en 1425, había diversificado sus negocios pues el rey de Navarra le concedió el arrendamiento del carbón de la Bardena.
Un siglo más tarde basaba su economía en la agricultura y ganadería. Poseían extensas propiedades, entre ellas un soto junto al Ebro, conocido todavía hoy como soto de Ciordia. Pertenecía a la familia desde el siglo XV y ésta lo vendió al ayuntamiento de Tudela en 1548, quien lo adquirió con objeto de modificar el curso del Ebro en el término de Traslapuente. También eran dueños de molinos. Uno de estos se estaba construyendo en 1560 con objeto de utilizar las aguas del río Queiles para moler cereales y también como trujal de olivas, según vemos en diversos acuerdos entre el Campo de Vencerol Alto y Juan de Ciordia.
El padre de Hernando, Juan de Ciordia, ocupó desde joven un alto estatus en la ciudad. Vivía en amplia y suntuosa casa con numerosos criados, en la hoy Plaza del Mercadal, parroquia de San Jaime, una de las zonas más exclusivas de Tudela, poblada por la nobleza y alta burguesía. Precisamente, la casa que afrontaba con la de Ciordia era la del astrónomo Francisco de Tornamira. Un documento del siglo XVI aportado por la profesora Tarifa Castilla, señala el Mercadal como “la (calle) más ancha, principal y frecuentada de la ciudad”. Servía de espacio idóneo para representaciones teatrales y en ella se instalaba la “tela del Mercadal” una especie de toldo que como en Toledo protegía del sol durante la procesión del Corpus Christi, cuando imágenes, cofradías y congregaciones religiosas hacían allí parada y rendían solemne homenaje al Santísimo.
Ejerció también Juan de Ciordia diversos e importantes cargos, entre ellos representante de Tudela en convocatorias a Cortes de Navarra, cuyas actas revelan notables intervenciones. Singularmente activo se mostró en las celebradas el año de 1558, donde defendió los privilegios de su ciudad. También se ocupó en legacías, que han dejado huella en la correspondencia con el regimiento durante treinta años, entre 1544 y 1574. Fue alcalde varias veces; una de ellas, en 1557, aparece declarando como testigo en el proceso sobre hidalguía del linaje de Martín Guerrero. También era miembro del ayuntamiento cuando en 1571 se firmó el contrato que la ciudad hizo con el insigne humanista Pedro Simón Abril como maestro del Estudio de Gramática y que tanto ayudó a elevar el nivel cultural de Tudela.
Las diversas fuentes consultadas apuntan a que se casó varias veces, aunque no está completamente claro. La última, con Ana de Berrozpe, con la que aparece viviendo en 1574. Murió Juan de Ciordia el 30 de noviembre de 1575 y fue inhumado en la iglesia de San Jaime, con solemnes funerales a los que acudió el cabildo de la Colegial y la aristocrática cofradía de San Dionís a la que pertenecía. Había dictado testamento ante el notario tudelano Pedro de Agramont.
Esta es la familia con la que emparenta Adriana de Egüés. Desconocemos la fecha concreta de la boda, aunque hay datos que indican hubo de ser antes de 1573. Tras el fallecimiento del padre establecieron su residencia en la casa perteneciente a los Ciordia de la que ya hemos tratado, y se rodearon de la parafernalia de lujo, trajes, muebles y criados que era habitual en familias nobiliarias. Un dato ayuda a calibrar la potencia económica y el rango social de la pareja. Según el Libro de Matrícula de la parroquia de San Jaime, en 1576 aparecen viviendo con el matrimonio: una doncella, tres “mozos” y tres “mozas”. Además de doce pastores que cuidaban y apacentaban los numerosos rebaños de ovejas.
Hernando de Ciordia, había nacido en Tudela en 1544 y fue bautizado en la colegiata de Santa María. Su trayectoria personal demuestra que siguió los pasos del padre y, como él, fue personaje importante entre las élites locales. Ocupó varias veces la alcaldía y participó en diversas convocatorias a Cortes de Navarra por el brazo de las Universidades como representante del municipio.
La primera vez lo hizo sin haber cumplido aún los cuarenta años, en 1583, cuando aquellas se reunieron en Tudela. Ejercía entonces de alcalde y asistió a las mismas junto a Hernando de Antillón, defendiendo con vehemencia los privilegios del ayuntamiento. Tres años más tarde, en 1586, aún seguía de alcalde, y como tal asistió a las convocadas en Pamplona. De su reconocido prestigio en Navarra da idea el que fuera elegido diputado, junto a otros seis, para tratar y dirigir los negocios del reino hasta nueva convocatoria.
Los cargos fueron corroborados el 9 de julio de 1586, último día de las Cortes. No fueron las últimas a las que asistió, pues en las de 1589/1590 protagonizó varias intervenciones; la más sonada contra la ciudad de Estella, por considerar “el ilustre Hernando de Ciordia, alcalde y mensaxero de Tudela (…) que sus partes habían de preferir (a Estella) en asientos y en todos los demás honores”
Por otra parte, el archivo municipal guarda numerosas cartas de Hernando de Ciordia, enviadas la mayor parte desde Pamplona, donde da cuenta al ayuntamiento de sus legacías e intervenciones en diversos foros. Algunas relatan, incluso, los trabajos e incomodidades padecidas en los viajes, como aquel noviembre de 1585 en que, pese a la prisa que se dio en llegar antes del cierre de portales, halló las murallas cerradas. Tuvo que esperar al día siguiente en medio de un temporal de lluvia.
Por otra parte, debió ser hombre de criterio ponderado, pues era requerido para arbitrar juicios o disputas. Actuó como hombre de paz en el enfrentamiento surgido en 1586 entre el convento de frailes franciscanos de Tudela y la cofradía de Santiago; o en el que años antes había mantenido el Señor de Malón contra Tudela por asunto de “talas”. También contribuyó a fomentar el patrimonio artístico tudelano, pues era alcalde cuando en la primavera de 1590 se encargó al escultor Juan de Ayuca una nueva imagen de Santa Ana “porque la que ay es imagen muy vieja y antigua”. Una vez acabada, fue reconocida, como era costumbre, por dos artistas de renombre que la dieron por buena. Uno de ellos, nada menos que Rolán de Mois, autor del hermoso retablo mayor del monasterio de Fitero.
A este hombre unió su vida Adriana de Egüés, la cual aparece siempre en las iniciativas que iba tomando la pareja. Incluso, tomaba protagonismo y asumía responsabilidades al frente de la compleja hacienda familiar durante las ausencias del marido. El rastro que ha dejado su persona en los archivos, permite verla como una mujer fuerte que sostuvo los negocios familiares durante los prolongados viajes de Hernando. Así lo reconoció de modo explícito éste en su testamento:
“por cuanto mi mujer doña Adriana Egues a sido mucha parte para el desempeño de la hacienda que heredé de mi padre y el acrecentamiento de nuestra hacienda”
Otro aspecto a destacar es que el matrimonio no tuvo descendientes directos; ello hizo que tomasen la decisión, bien meditada, de legar todos sus bienes para obras pías y benéficas, como tendremos ocasión de analizar posteriormente.
La vida parecía transcurrir con normalidad, cuando en uno de los frecuentes viajes a Pamplona, enfermó Hernando y falleció de modo casi repentino el 17 de agosto de 1592. Contaba 48 años de edad. El día anterior, previendo su muerte, había dictado testamento ante el notario Martín de Senosián, siendo testigos miembros de la nobleza navarra como don Juan de Beaumont y Peralta, don Carlos de Egüés y don Miguel de Eguía. Ordenaba que su cuerpo fuese trasladado a Tudela y enterrado en “la iglesia de San Pedro de la ciudad de Tudela y en mi sepultura”. Sin embargo, no se respetó esa claúsula, pues, aunque sus restos se llevaron a la ciudad ribera no se inhumaron en la iglesia de San Pedro como él deseaba, sino en la de Santa María. Así consta en el Libro de Difuntos de esta parroquia:
“… vino a Tudela y lo enterraron en Sta. María con honrras como a persona de su calidad combenía”.
Quiso también que estuviesen presentes en la ceremonia el cabildo de la colegiata, así como los sacerdotes de la parroquia de san Pedro y que rezaran centenares de misas por su alma en todos los conventos de la ciudad, con un real de limosna por cada misa. Fue, asimismo, magnánimo con el convento de Carmelitas Calzados al que donó 200 reales, el doble que a los demás, quizás porque acababa de fundarse en 1591 y estaban construyendo la iglesia.
Tampoco se olvidó del hospital que fundara décadas antes don Miguel de Eza y que era el orgullo de la ciudad, al que asignó 200 reales. Dejaba a su mujer como heredera universal, con la condición expresa de que a la muerte de ésta
“… reuniendo los dichos vienes por inventario aya de disponer de el en obras pías o dexando capellanías e memoria para casar huerfanas o para que en algún convento de la dicha ciudad se aya de fundar alguna catedra de artes o teología o manda para el hospital general.”
Viudedad de Adriana.
Tras la inesperada muerte de su esposo, Adriana quedó viuda y sin hijos, en edad hoy temprana, pues estaba a punto de cumplir 45 años, pero que entonces suponía antesala de la vejez. Podemos imaginar el dolor y la soledad que cayeron sobre ella. Sin embargo, el nuevo estado la favoreció en otros aspectos. A partir de la muerte de su marido se convirtió automáticamente en cabeza de familia y como tal aparece en los censos. A partir de este momento pudo demostrar, todavía más, su valía al tomar decisiones sin estar tutelada por el marido.
Continuó viviendo en la misma casa del Mercadal, amplia y lujosa. Según consta en el inventario realizado tras su muerte en 1621, contaba con amplios salones y estancias donde lucían numerosos cuadros de muy variado tamaño. Entre el lujoso mobiliario aparecen camas doseladas, mesas, sillones, bufetes, etc. Destacaban “doce cuadros muy grandes con sus marcos de madera y en ellos doce reyes” y otros siete “con pinturas de guerra”, además de otros de menor tamaño.
No podían faltar los “reposteros”, es decir pequeños tapices donde aparecía el escudo de la familia. Sabemos que existían nada menos que seis, todos con las “armas de los Egüeses”. También constan bastantes objetos de plata, de diverso valor que eran muy apreciados por el gremio de plateros. En este caso fueron adquiridos en subasta posterior por el platero tudelano Felipe Terrén, con un coste total de 832 reales. Entre los aposentos destaca el “oratorio” o pequeña capilla, pieza indispensable en este tipo de residencia y que encontramos en otros palacios de Tudela en la misma época.
Por otra parte, disponía la casa de todas aquellas dependencias necesarias a la economía familiar como eran las bodegas, graneros y un corral. Todo ello, formaba un conjunto que estaba entre las mansiones más importantes de Tudela. La casa y sus dependencias fueron tasadas en 1614 por el fisco navarro en 2.500 ducados. Para darnos una idea, tengamos en cuenta que en el Madrid de la época las cuatro casas que poseía Lope de Vega estaban valoradas conjuntamente en 2.000 ducados. Por otra parte, conocemos el de algunos palacios de Tudela. Concretamente el del Señor de Cadreita (luego Marqués de Cadreita) estaba tasado en 3.000 ducados y el del Señor de Varillas en 2.000.
Aunque viuda y sin hijos, no vivía en soledad pues la acompañaban, a temporadas, sus familiares y la servían criados y doncellas, además de los numerosos pastores. Los Libros de Matrícula de la parroquia de San Jaime, lo muestran así a lo largo de años.
También aparecen otros personajes, como un estudiante apellidado Rosales; o diversos escuderos: Lucas de Gris, Juan de Gante y Joseph Tapia. En cuanto a la hacienda, estaba en consonancia con la casa. Sólo los bienes raíces estaban valorados en 6.000 ducados. Podemos situar, nuevamente, estas cifras en su verdadero valor comparándolas con los 7.000 que sumaban los que poseía el marqués de San Adrián en Tudela.
Pero además aparecen otros recursos. El testamento de Adriana de Egüés y los sucesivos codicilos aportan datos que permiten rastrear los diferentes sectores de sus negocios. Como no podía ser de otro modo, la base estaba en la agricultura, con abundantes tierras de cultivo, tanto de cereal como viñas y olivares en términos de Tudela y Murchante. Consta, también, que era dueña de un trujal para moler la oliva situado frente a la Puerta Albazares, junto al Queiles, que años después, en 1654, fue destruido por una avenida de este río.
Poseía también dos huertos. Uno, de dos robadas junto a la puerta de Zaragoza, y otro, más pequeño, junto a la Fuente de Manresa. Así mismo, como vimos, mantenía bodegas en la propia casa. Tanto el molino, como el trujal y las bodegas, permitían elaborar sus propios productos y, lo que era más importante, comercializarlos en el momento oportuno.
La ganadería constituía otro recurso importante pues contaba con rebaños de cabras, ovejas y carneros que daban trabajo a numerosos pastores. En invierno, pastaban los ganados en territorios cercanos, como los Montes de Cierzo, pero llegado el calor iniciaban el traslado a regiones más frescas y lejanas. Es bien conocida la trashumancia ribera a tierras de Soria y valles del Pirineo navarro, pero no lo es tanto la que llevaba al Pirineo aragonés. Posiblemente, en años de escasez de pastos, los ganaderos se veían obligados a buscarlos en tierras de Aragón. Así lo demuestra el documento que hallé en el Archivo de Protocolos de Tudela, suscrito en mayo de 1618 entre varios ganaderos tudelanos -entre ellos Adriana de Egüés- y la villa de Ansó, por el que ésta arrendaba las hierbas de ciertos términos para que pastasen los rebaños y pudiesen:
“Pacer las hierbas y aguas de término de Quimboa y Pinarete para el herbago y pastura de 4.400 cabezas, poco más o menos, de ganado menudo, ovejas, cabras y borregos, y el precio de cada cabeza es a treze dineros.”
Y no terminaban aquí los negocios de la dama tudelana pues era dueña de una abejera situada en los Montes de Cierzo, completamente pertrechada con tapias, puerta cerrada con candado y tejado para protegerla de la intemperie, que encerraba cerca de ochenta vasos con abeja.
La abejera debía estar bastante alejada de la ciudad pues al hacerse el inventario de bienes, entre los gastos, se consigna: “el día que fuimos a la abejera se gastó en comer 28 reales”. Se vendió a Juan de Echauri en 168 ducados y dos reales.
Evidentemente, el comercio de miel y cera era muy lucrativo en la época por los usos y ventajas que proporcionaban estos productos. Precisamente en 1621, año del fallecimiento de doña Adriana, se publicaba en la vecina Zaragoza un libro titulado Perfecta y curiosa declaración de los provechos grandes que dan las colmenas bien administradas, y alabanzas de las abejas, cuyo autor era Jaime Gil, natural de Magallón (Zaragoza). La miel, se usaba para usos medicinales y cosméticos y también en repostería, mientras que la cera era un negocio clave. Sólo hace falta reflexionar sobre el uso masivo en la iluminación de recintos, casas e iglesias, así como en ceremonias y procesiones, tan numerosas a lo largo del año. En un granero de la casa, al hacerse el inventario, consta que había dos tinajas medianas además de 31 cántaros, todos rellenos de miel.
El dinero que le producían estos negocios lo invertía en préstamos -censos, en la época- tanto a particulares como a entidades públicas, buscando siempre la solvencia económica. De ahí que, preferentemente, prestase a los ayuntamientos, y entre ellos, el mayor deudor era Tudela. En el inventario tantas veces citado, consta que le tenía prestados nada menos que 2.000 ducados. Y no era el único, pues Pamplona, tomó mil; y cantidades menores los de Caparroso, Arróniz y Milagro. En total, el dinero colocado en censos sumaba la importante cantidad de 6.000 ducados.
En resumen, Doña Adriana de Egüés, como la suelen nombrar los documentos, era una persona rica e influyente, cuyo patrimonio estaba catalogado entre los más pingües de Tudela. Esta relevante posición y la fama de su riqueza acarreaba también sus riesgos, como se comprobó en un asalto a la vivienda, ocurrido hacia 1609 cuando un grupo de delincuentes dirigidos por un tal Pedro Elorrio, arrancó un botín de 1.200 ducados. El hecho, relevante y que alcanzó gran resonancia en la zona, dio lugar a un largo proceso en los tribunales que duró varios años hasta sustanciarse definitivamente en 1613.
Mecenas y bienhechora
Pero esta mujer, viuda y sin hijos, ¿qué hará con todo su amplísimo patrimonio? Ella lo tuvo claro y quiso que se emplease en obras filantrópicas. La idea no era nueva pues ya la encontramos en el testamento de su esposo y, seguramente, la habrían madurado juntos al ver que pasaban los años y no alcanzaban descendencia.
La Cátedra de Artes en Tudela
Hemos visto cómo Adriana fue en su juventud musa del poeta Jerónimo de Arbolancha y cómo estuvo ligada al importante auge cultural que conoció la ciudad de Tudela en la segunda mitad del siglo XVI. Por otra parte, y como si fuera un reflejo de esta ligazón, su casa estaba yuxtapuesta a la que, en el mismo Mercadal, poseía y habitaba el humanista y astrónomo tudelano Francisco de Tornamira. Quizás el contacto con estos personajes fue lo que llevó a dedicar parte del patrimonio a una obra pedagógica de importancia, al ordenar en sus disposiciones testamentarias la creación de una Cátedra de Artes en el convento de los Padres Dominicos de Tudela. Las Cátedras de Artes eran estudios universitarios que preparaban para el ingreso en las tres facultades que existían en la época: Medicina, Derecho o Leyes, y Teología. En la práctica, eran poco más que las Escuelas de Gramática.
Existen diversas fuentes que aportan valiosos datos sobre el origen y funcionamiento de la de Tudela. La más importante es la escritura de fundación protocolizada ante el notario Pedro Ramírez de Arellano en 1623 y que especifica claramente diversos aspectos a través de sus cláusulas.
Creada a 18 de julio de 1623, debía regirse por un patronato del que formaban parte familias linajudas relacionadas con la fundadora. Evidentemente, entre ellas estaban los Egüés, pero añadió otros apellidos ilustres de la zona como los Eza, o los Magallón, luego marqueses de San Adrián. Así consta en una de las claúsulas:
“Los Patronos sean don José de Eza y Gaztelu y sus descendientes, don Pedro Magallón y Vergara y los suyos, don Guillen de Egües y los suyos, don Diego Muñoz o los descendientes de Tristan Muñoz de Pamplona vecino de Tarazona.”
La sede se instituyó en el convento de frailes dominicos que había sido fundado en 1517, pocos años después de la conquista de Navarra, en lo que fuera antigua morería. Regía la cátedra un profesor, miembro de la orden dominicana, y elegido por los “Patronos” entre una terna que presentaba anual-mente el provincial de la Orden. La terna debía hacerse pública antes del 24 de junio, día de San Juan, para que los miembros del patronato tuvieran tiempo de informarse sobre la idoneidad de cada uno. Finalmente, la elección se efectuaba dentro de los primeros quince días de agosto, y siempre tras meditada deliberación que tenía lugar en la capilla que los fundadores poseían en dicho convento. Sólo en caso de empate intervenía el P. Prior y su voto servía para elegir el lector definitivo.
Desde el primer momento se intentó que el lector elegido para Tudela es-tuviese entre los mejores de la Orden y que se sintiese a gusto en la ciudad. Para ello instaron al Prior del convento para que la cátedra fuese atractiva y que no desdijese de las mejores de España, tanto en el sueldo, como en materiales y libros que pudiese contener la biblioteca. Así lo especifica:
“…que el lector que hubiere de leer la dicha cátedra sea persona muy docta experimentada como se requiere y lo pide una Fundación tan pingue y principal como esta… Los Priores darán a los lectores todas las cosas necesarias para viajes, libros, vestuarios y la remuneración acostumbrada y otras cosas, según se hace con los catedráticos de Salamanca, Alcalá y otros Colegios, alargándose todo lo que se pudiere para que vengan siempre lectores aventajados.”
Por otra parte, tanto la duración de la carrera, como los meses del curso y horarios se acomodaban a los usos de la época: “No haya días vacantes sino los que se acostumbran en las Universidades y los Santos de la Orden”. Los alumnos para obtener el título debían superar tres cursos que se iniciaban el día de San Lucas (18 de octubre) prolongándose hasta San Juan (24 de junio). También se especifica claramente el horario de cada día. Por la mañana el profesor explicaba una hora, de ocho a nueve en invierno y de siete a ocho en verano, mientras los estudiantes tomaban apuntes y los pasaban luego a limpio, lo que se llamaba “escribir la lección”. La tarde se dedicaba al repaso de la lección explicada el día anterior.
“… de dos a tres de la tarde sobre la lección que se leyese un día se tenga en la siguiente media hora de conferencias; acabadas aquéllas se prosigan en leer y escribir como por la mañana.”
Cada sábado se hacía un repaso de todo lo dado entre semana. Lo dirigía “un estudiante que tenga condiciones particulares”; es decir, un alumno aventajado. No acababan aquí los repasos, sino que cada dos o tres meses se nombraba otro estudiante que estaba encargado de dar una visión general de lo estudiado, lo que las cláusulas llaman “dar conclusiones generales”. En ningún momento se habla de exámenes. Y esta ausencia, que hoy llama la atención, era lo habitual en las universidades del Siglo de Oro, puesto que los cursos se superaban sólo con asistir a la cátedra.
El profesor elegido por los patronos estaba condicionado por una serie de limitaciones, a fin de que dedicase todos su afán y esfuerzo a la cátedra. Por ejemplo, no podía predicar en Tudela, ni fuera de ella durante la cuaresma. Ni tampoco dar sermones particulares fuera de la ciudad en días lectivos. Es más, si perdían días de clase, no los cobraba. El dinero ahorrado podía ser destinado a lo que hoy llamaríamos obras sociales, según el criterio de los Patronos. Y deja claro que para ello no debían dar cuenta a nadie: “sin necesidad de comunicarlo al Convento ni a otra persona.”
También contempló Adriana diversas posibilidades; entre ellas el que los dominicos perdieran el monopolio de la enseñanza si no cumplían estrictamente las condiciones. Así, si el convento dejaba de impartir las enseñanzas durante un año, perdía el monopolio y los patronos podían mudar la Cátedra a otro convento. Pero no a cualquiera de los que poblaban la ciudad, sino al de frailes franciscanos, el más antiguo, situado en el otro extremo de la ciudad, junto al Ebro.
“…los Patronos podrán mudar la Fundación de la Cátedra al Convento de San Francisco. Además, en cualquiera tiempo en que el Convento o los lectores no cumpliesen con las condiciones de la fundación o cualquiera de ellas; requeridos cuatro veces por los Patronos en diferentes días, pueden éstos hacer la dicha traslación.”
Dotación de la Cátedra
¿De dónde salía el presupuesto para la Cátedra? Desde el primer momento estuvo claro que se adjudicaban a ella todos los “bienes y hacienda” así como los réditos que producían varios censos, prestados en su mayor parte al 5% y valorados en 4.300 ducados. A ello fueron añadiendo la venta de las propiedades como el caso de “un molino de aceite junto a la puerta de Albazares; (y) un molino harinero junto a dicha puerta.” No obstante, sabemos muy poco de la gestión económica durante los siglos siguientes, pero la poca documentación que ha quedado indica que, conforme se luyeron los censos, el dinero se fue invirtiendo en fincas e inmuebles, que administraba el convento y cuyo rendimiento sufragaba los gastos de la Cátedra.
Un inventario de propiedades del citado convento, realizado en 1785, permite rastrear alguna de estas operaciones como la de 1733 cuando se compraron dos casas en la calle Chapinerías, esquina a la Rúa, pertenecientes al canónigo Francisco Rapún, “con dinero de la Cátedra”. Otro ejemplo lo tenemos en un olivar adquirido en fecha indeterminada a Felipe Berdusán, posiblemente hijo del famoso pintor Vicente Berdusán. Había costado 467 ducados y consta que salieron del mismo fondo.
Este inventario permite conocer mejor la estructura económica del citado cenobio, dueño de numerosos inmuebles y fincas de olivos y viñas que lo convertían en uno de los mayores terratenientes de Tudela.
Otra fuente de ingresos fueron las donaciones de particulares, alguna procedente de antiguos alumnos de la Cátedra. Entre los más destacados hallamos al boticario tudelano Miguel Martínez de Leache, autor de varios libros sobre farmacia, y que en su testamento legó bastantes tierras, sobre todo viñas y olivares, a la fundación donde había estudiado. Martínez de Leache (1615-1673), está considerado por los estudiosos como el más grande de los farmacéuticos navarros y de los más importantes a nivel español. Su vida y obra ha sido estudiada desde el siglo XIX y continúa siéndolo en la actualidad.
Evolución y final de la cátedra
Desgraciadamente, tampoco conocemos mucho acerca del devenir de esta Cátedra y sobre la influencia que, con seguridad, hubo de ejercer en la vida cultural de la ciudad. Según el historiador Mariano Sainz, estuvo incorporada, desde su fundación, a la universidad de Salamanca hasta que en el siglo XVIII pasó a la de Huesca. Seguía funcionando con normalidad a principios del siglo XIX, antes de que los acontecimientos bélicos y la crisis del Antiguo Régimen acabaran con ella. Yanguas y Miranda, en su Diccionario histórico–político de Tudela, editado en 1823, escribe que Adriana de Egüés (la llama Mariana), “fundó en el convento de dominicos una cátedra de Artes, donde se ha explicado y explica todavía un religioso la filosofía.
Son sus patronos las familias de Magallón y de Montesa.” Todavía en la década de 1830 proseguían sus enseñanzas y hemos encontrado tenues rastros de actividad. Como el año 1832 en que conocemos el nombre del lector elegido entre la terna; era el Padre Fray Domingo Corcuera. Uno de los últimos patronos fue José María de Ma-gallón (1763-1845), séptimo marqués de San Adrián, aquel que pintó Goya y cuyo retrato se guarda en el Museo de Navarra.
La Cátedra clausuró su trayectoria al mismo tiempo que el convento de dominicos que la acogía. El final lo trajo la Desamortización que vació las aulas y apagó el rescoldo de cultura que todavía mantenía. El viejo edificio pasó a propiedad del ayuntamiento que lo destinó a diversos usos. En 1845 estaba dedicado a hospital de niños y albergaba también la Casa de Misericordia.
Luego pasó por bastantes vicisitudes que llevaron a la desaparición casi completa de sus dependencias, si exceptuamos la iglesia que hoy forma parte del colegio de Padres Jesuitas.
Obras filantrópicas
No acabaron con esta empresa cultural los afanes de la ilustre señora, pues siempre tuvo especial interés por los más desfavorecidos. Dejó en su testamento mandas para el hospital de Nuestra Señora de Gracia de Tudela, al que parece visitaba a menudo y, por ello, conocía el estado de abandono de los pacientes, muchos de ellos desnudos. Para aliviarlos, dejó un censo de 100 ducados cuyas rentas anuales, al 6%, sirviesen para tejer ocho camisones
“para ocho pobres, enfermos que estuvieren en cama o combalesciendo y no se las lleven, sino que las dejen en el Hospital para que, limpias se las pongan otros dolientes y esto hago porque los enfermos estén en cama con decencia y no en carnes (desnudos) como e visto están algunos por no tener camisas”.
Buena conocedora, también, de aquella sociedad asolada por frecuentes epidemias y de la difícil situación en que quedaban los huérfanos, sobre todo si eran mujeres, instituyó un legado de 200 ducados cuyos intereses anuales se destinaran a pagar la dote de casamiento de doncellas huérfanas. Empezó por su casa ya que las primeras receptoras fueron Catalina Alfaro, Angélica de Girona y Petrona de Irumberri, criadas suyas, que, en años sucesivos, conforme fueron contrayendo matrimonio, recibieron sus dotes.
Por otra parte, a fin de que el legado no desapareciese y tuviese continuidad en el tiempo, encargó la administración y reparto a la cofradía de San Dionís; institución ésta de muy larga vida y con marcado corte aristocrático. La cofradía tudelana había establecido desde antiguo una especie de fondo donde guardar las limosnas aportadas por los cofrades y destinadas a casar huérfanas.
De la trascendencia que tenía este apartado da fe que entre los libros de cuentas de la cofradía existía uno específico: “Libro de Limosnas para casar doncellas pobres”, donde se anotaban tanto las limosnas como los donantes.
La institución cumplió su cometido mientras existió la cofradía, a pesar de ciertas irregularidades denunciadas en el siglo XVIII cuando era moneda corriente que la dote recayese sobre criadas o sirvientas de los cofrades. A pesar de todo, todavía a principios del siglo XIX el legado continuaba ejercitando su labor humanitaria.
Mecenas de las artes
Aún quedan más recuerdos de Adriana de Egüés; esta vez hacen referencia a su faceta como mecenas de las artes. La capilla de los Egüés, en la catedral de Tudela, aneja a la de Santa Ana, guarda un hermoso retablo que mandó costear con sus bienes según consta en el codicilo que añadió a su testamento en 1618. Dejó establecida la cifra de 200 ducados para que tras su muerte
“se haya de hacer en la capilla de Santa Isabel, fundada por el canónigo Egüés, en la colegial, (…) un retablo de la manera que doña Graciana de las Cortes quiera, con las imágenes de la Transfiguración y Visitación…”
Esta Graciana de las Cortes, era la viuda de su sobrino Juan Egüés, fallecido por aquellas fechas, y poseía uno de los mayores patrimonios de Tudela.
Sin embargo, no parece que se diera mucha prisa en ejecutar la obra, pues el retablo que podemos ver actualmente en la citada capilla lo realizó Francisco de Gurrea en 1654, por encargo de Diego de Egüés y Beaumont. El conjunto tiene gran importancia artística pues alberga las primeras columnas salomónicas aparecidas en retablos de Navarra.
También se preocupó de obtener una capilla funeraria propia, donde estuvieran los cuerpos de ella y su marido. Eligió la iglesia de los Padres Dominicos, lugar preferido también por importantes linajes tudelanos como los Pasquier, los Veráiz o los Mur. El codicilo al testamento, dictado en julio de 1618, es claro y terminante
“se haga en dicho monasterio una capilla junto al altar mayor, en la parte de la epístola y en ella se trasladen los cuerpos de mi dicho marido e mío (…) y la dicha capilla se haya de intitular capilla de Hernando de Ciordia y de doña Adriana de Egüés y Beaumonte y en ella poner nuestros escudos de armas para más claridad”.
Además, fundó en el mismo lugar una capellanía con seiscientos ducados de censo, donde oficiasen misas cantadas por sus almas todos los sábados y los aniversarios de su muerte “mientras el mundo durare”. Estaba situada en la capilla bajo la advocación de San Luis Beltrán y en ella quiso que se colocaran tanto la lápida funeraria como los escudos, estandartes y demás parafernalia barroca que adornaba dichas capillas.
“ y en ella haya de estar como de presente está puesta la lápida con los escudos de armas de los dichos señores Hernando de Ciordia y Dª Adriana de Egüés y de sus casas y familia y se puedan poner y se pongan los demás escudos de armas, banderas y estandartes (…) así dentro de ella como afuera sobre su arcada y por-talada aunque salgan y caigan afuera de la dicha Yglesia y también puedan poner y pongan cualesquiera rétulos y memorias donde se diga y declare ser capilla de los dichos difuntos …”
Todo se hizo según deseo de la testamentaria pues hay constancia documental de algunos pagos a los artistas que intervinieron, como es el caso del pintor Pedro de Fuentes al que se pagaron “40 reales por los escudos de armas que se hicieron”.
Muerte de Adriana
Adriana de Egüés y Beaumont alcanzó larga vida si juzgamos con pará-metros de la época pues iba camino de los 74 años cuando falleció. Por otra parte, hacía casi treinta que soportaba la viudez, y da la impresión al estudiar los documentos que los últimos años estuvieron llenos de achaques y enfermedades. Ya en 1614, cuando dicta el testamento ante Pedro de Agramont, se
hallaba postrada en cama y “con grave dolencia” de la que sanó o, al menos, se recuperó pues vivió hasta 1621. Sin embargo, como era de esperar, su salud fue deteriorándose con el paso del tiempo hasta tal punto que, al final, tenía muy mermadas sus facultades y se había vuelto influenciable por el entorno. Esto podría explicar los varios codicilos que añade al testamento original. Sólo en el mes de noviembre de 1620, dictó tres. En uno de ellos se admite claramente la situación de la enferma puesto que ya no es capaz de estampar su firma. El notario lo señala: “por la gravedad de su enfermedad, no firmó”. Era el 15 de noviembre y le quedaba muy poco tiempo de vida.
Murió el 10 de enero de 1621, dos meses antes de que falleciera el rey Feli-pe III, al que seguramente conoció cuando en noviembre de 1592, siendo aún príncipe, vino a Tudela acompañando a su padre, el gran Felipe II. El paso por Tudela del séquito real se inscribe en el viaje que realizó por Navarra de paso hacia Tarazona (Zaragoza) donde iban a presidir las cortes de Aragón. Estando Adriana de cuerpo presente se abrió el testamento y se dio solemne lectura al mismo. Nombraba por cabezaleros
… executores de todas las cosas en este mi testamento contenidas a los señores don Miguel de Eguía, vecino de la ciudad de Pamplona, don Cibrián Francés de Enrico, canónigo de la colegial de Santa María, don Pedro Pasquier y el licenciado Bertol del Vayo, vecinos de la dicha ciudad de Tudela.
Dejaba herederas universales a tres mujeres: Adriana de Eguía, vecina de Pamplona, hija de Miguel de Eguía, uno de los que se hallaban presentes cuan-do se leyó el testamento de Hernando de Ciordia. En segundo lugar, a Adriana de Egüés, hija de Juan de Egüés; y, por último, Juana de Egüés, “hija del doctor Martín de Egüés, caballero de Calatraba y oidor de la (Casa de) contratación de Sevilla”.
Pero esto era meramente simbólico pues bien se encargó de señalar que “no puedan pedir más de aquello que mis executores les dieren y consignaren. Y sin que les puedan impedir y estorbar que no hagan inventario ni almoneda de mis bienes”.
Como era costumbre dejaba limosnas para todos los conventos de Tudela; concretamente 100 reales a cada uno, para emplearlos en misas por su alma. Sólo hizo una excepción: “Al comendador de San Antón, 12 reales”. Más generosa se mostró con el monasterio cisterciense de Fitero, muy vinculado a la rama de los Egüés, pues durante el siglo XVI (1502-1581) varios abades llevaron este apellido, como puso de relieve Faustino Menendez Pidal y Navascués. Precisamente, parece que estaban enterradas allí sus dos hermanas, Juana y Francisca:
Ytem, ordeno y mando se digan otras cien misas en el monasterio de Nuestra Señora de Fitero por las almas de mis hermanas y se digan por los mismos religiosos y estén obligados de absolver las sepulturas donde las dichas mis hermanas están enterradas. Y por la devoción que tengo a aquella Santa Casa les dejo la alombra (alfombra) mejor que yo tengo para que en las festividades de la madre de Dios y del glorioso San Bernardo y en su octava y otras fiestas solemnes la pongan delante de la altar de la Madre de Dios. Y así bien les dejo y mando se les de una toalla de Red de seda blanca de la mejores que hubiere para el servicio de la dicha Yglesia.
Adriana tuvo una especial predilección por la Iglesia Colegial y singularmente por la capilla del Espíritu Santo pues quiso que ardiese en ella de modo perpetuo una lámpara, con un censo de cien ducados cuyos réditos sirvieran para pagar el aceite necesario, el cual se guardaba en una tinaja, dentro de un armario con llave.
Tampoco se olvidó de la servidumbre entre la que repartió sus vestidos y adornos. Distinguió con cincuenta ducados a Angélica de Girona “a la que desde muy niña e criado y tenido en mi compañía y servicio”; a Agustina de Tribiño le dejó 300 libras jaquesas “por lo que me ha servido”. También se ocupó de los mayorales de su ganado: Juan de Lecumberri, que posteriormente fue uno de los primeros que entraron en el negocio de toros bravos y Pedro de Tardez. A este último, “por la fidelidad y cuidado que en esto tuvo”, se lo agradeció dejando cien reales a cada uno de sus hijos. No podía olvidarse de su sobrestante o capataz, Sebastián Gómez, a quien premió con “doce cargas de trigo y un luto, a voluntad de mis cabezaleros”.
Adriana, que siempre estuvo muy vinculada a la orden dominicana –su confesor era el dominico fray Josepf Ochoa, a quien dejo cien reales por vía testamentaria- quiso ser enterrada en la iglesia del convento, donde, como vimos, tenían capillas funerarias las principales familias y donde fueron inhumadas otras mujeres ilustres de la época. Entre otros mausoleos se hallaba el de doña Catalina de Figueroa, mujer de Álvaro Pérez de Veráiz, muerta en 1571, o las estatuas orantes de Tomás Pasquier y su esposa Magdalena de Eguaras, muerta en 1645 y cuya trayectoria vital ofrece un gran paralelismo con la de Adriana de Egüés.
Sus funerales fueron suntuosos y solemnes, dada la alcurnia y personalidad de la finada. El cuerpo fue conducido a hombros de caballeros de las más rancias familias y escoltado por el clero de la colegial y los diversos conventos y parroquias. También iban los hermanos de la Cofradía de San Dionís con sus velas y, como era costumbre de la época, un número no especificado de pobres, a quienes se les proporcionó vestidos de luto y hachas de alumbrar, además de cuatro reales de limosna a cada uno.
Una vez en la iglesia, el ataúd, cerrado, fue depositado para la ceremonia junto a la sepultura abierta en la capilla de San Luis Beltrán, engalanada previamente con “colgaduras de luto” traídas desde su casa
“… ordeno y mando que de las colgaduras de luto que yo tengo se haya de tomar lo que fuere necesario para el adorno del lugar a donde tengo de ser depositada.”
La misa fue oficiada por el canónigo de la colegiata, don Francés Enrico, cuyo apellido parece indicar parentesco con Melchor Enrico, el que fuera maestro de Arbolancha. Tras la misa y oficio de difuntos, fue descubierto el ataúd para que el escribano Jerónimo de Burgui certificase que aquel era, efectivamente, el cuerpo de Doña Adriana. La prosa barroca describe así la escena “
Lunes a los once días del mes de enero de mil e seiscientos y veinte y uno en la capilla que está devaxo del coro de la dicha iglesia y monasterio so la invocación de sant Luis Beltrán después de averse dicho la misa funeral y oficio de difuntos por el ánima de la señora doña Adriana de Egüés y Beaumonte, viuda que fue del señor Hernando de Ciordia y celebrado aquella el doctor Francés Enrico, canónigo de la collegial de la dicha ciudad, yo el secretario ynfraescrito hago relación llevaron el cuerpo de la difunta muchos caballeros, adentro de la dicha capilla y en la sepultura principal que estaba abierta para este efecto, pusieron por vía de depósito el dicho cadáver. Aviendo primero descubierto el ataud y caja (…) yo el dicho notario y testigos vimos que el dicho cuerpo y rostro era el de la dicha señora doña Adriana de Egues y aquel se volvió a cubrir con sus tablas de manera que queda en depósito…”
Recibió el cadáver
“el muy Revererendo Padre fray Gaspar de Antequera, Prior del dicho monesterio quien en nombre de él dixo recibe en fiel depósito el dicho cuerpo para que siempre que lo quisieren trasladar cuando la ocasión, voluntad y tiempo ocurrieren sin pedir para esto licencia de su superior…”
Allí quedaron los restos de esta mujer junto a los de su marido y en esa cripta permanecieron durante siglos. Es posible que todavía continúen puesto que la iglesia subsiste aún y pertenece al colegio de los Padres Jesuitas. El recuerdo de Adriana de Egüés permaneció durante siglos en sus obras y recientemente el ayuntamiento de Tudela quiso revitalizarlo al dedicarle una minúscula calle junto a las paredes del que fuera convento de Madres Capuchinas, hoy abandonado.
Autor del articulo: Esteban Orta Rubio
Publicado en la revista del Centro, año 2017, nº 25.
Enlace al podcast de este articulo en ciudadtudela
Notas:
(1) Juan Flores de Ocáriz Genealogías del Nuevo Reino de Granada (1674), cap. LXXXII.
Biografías de Diego de Egües
Varias genealogías, entre ellas, las de los Egües
Testamento de una hija de Diego donde habla el origen de la familia
Sobre el abad de Fitero, pariente de Diego Egues.
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