ENTRE NIEVE, HIELOS Y HAMBRUNAS.
LA NAVIDAD DE 1829
Esteban Orta Rubio
La historia, además de maestra de la vida- como afirma Cicerón- puede aportar cierto consuelo en adversidades como la actual, al enseñarnos que nuestros antepasados también sufrieron calamidades extremas y consiguieron superarlas.
Hoy quiero contar lo que sucedió en las navidades de 1829 cuando una terrible ola de frío se adueñó de la Ribera. Los historiadores del clima están de acuerdo en afirmar que entre 1820 y 1860, aproximadamente, aparecen en la península Ibérica episodios de frío muy intenso que se intensifican más en la década de 1830-1840, hasta el punto de hablar de una mini glaciación. Si nos acercamos a la Ribera del Ebro, vemos que sufrió en tal grado las consecuencias de aquellas olas de frío, que alguna quedó grabada profundamente en la memoria popular.
Especialmente cruel fue la que se dio entre diciembre de 1829 y febrero de 1830, al unir gran intensidad con una duración inusitada. No extraña, pues, que aquel invierno fuese apodado “el año del hielo” y que quedara grabado en el sentir popular no solo por las bajísimas temperaturas, sino también por las consecuencias catastróficas en la agricultura, singularmente en los olivares. Pero además de la tradición oral, podemos seguir sus huellas en documentos escritos, lo que permite al investigador descubrir facetas que, de otra forma, hubieran quedado olvidadas.
El benemérito archivero Francisco Fuentes, en un artículo publicado en el Boletín Municipal de Tudela, el 17 de octubre de 1953, recogió unas notas escritas por alguien que sufrió el temporal, aunque sin citar la fuente. Pero no es el único caso, pues Fray Francisco de Navascués, monje del monasterio de Fitero, coetáneo de los hechos, también habla en unas Memorias manuscritas sobre la historia del cenobio. Ambas fuentes permiten, pues, reconstruir la terrible ola de frío y sus consecuencias.
ENTRE NIEVES Y HIELOS
Todo comenzó el día 16 de diciembre cuando un frente polar barrió nuestra zona con una nevada de veinte centímetros que, debido a las bajísimas temperaturas, se heló totalmente. Luego, como es habitual, llegaron los vientos del norte, el cierzo helador, que durante días y semanas azotó la tierra aterida. Cuentan que el Ebro, a la altura de Tudela, se heló totalmente desde la presa Molinar hasta la del Canal de Tauste. Escuchemos al anónimo relator:
“El frío fue causado por una nevada de una cuarta seguida de un aire muy fuerte y frío que apenas se podía sufrir. Con la permanencia de esta nieve y viento se cruzó todo el Ebro de hielo, especialmente desde el Prado hacia abajo y desde el puente hacia la presa del molino. Este no podía moler y el Ebro estuvo helado ocho días. Esta calamidad duró dos meses.”
Lo mismo viene a relatar Fray Francisco de Navascués, con noticias más amplias y precisas:
“Desde el día 16 de Diciembre de 1829 hasta el 13 de Febrero de 1830 estuvimos envueltos en yelos, nieves, calamocos, los fríos mas crueles que se han conocido. Ebro, Arga, Ega, Aragón, todos demás ríos se helaron enteramente tanto que por más de un mes no fueron necesarias las barcas puentes, pues los carros cargados pasaban el Ebro por donde querían, tan fuerte era el yelo. Se elaron muchísimos olivos, las higueras casi todas.”
La gente se recluyó en sus casas huyendo del frío siberiano que “apenas se podía sufrir”. Las heladas destruyeron totalmente los cultivos de hortalizas. Además, la dificultad del transporte, agudizó la carencia y carestía de comestibles y pronto el hambre hizo su aparición. Por si fuera poco, las labores del campo, con la tierra helada, se hicieron imposibles y el paro afectó en masa a los jornaleros que constituían la mayor parte de la población.
PARO, POBREZA Y CARIDAD
Evidentemente, aquellas navidades iban a resultar muy difíciles. Sin embargo, pronto se puso en marcha la maquinaria que hoy podríamos llamar de “crisis”. En primer lugar, la sociedad volvió sus ojos al cielo implorando con rogativas el fin del azote. Según Fuentes, el Cabildo Catedral, a instancias del Ayuntamiento de Tudela abrió un periodo de rogativas “para alcanzar de su D(ivina) M(agestad) la serenidad y cese del frío que desde el 29 de dicho mes llegaba al punto más bajo de la temporada”. Además, para atajar el hambre y posibles tumultos, se formó una Junta de Caridad encargada de recoger donativos y alimentos para los pobres, que eran muchos. Se pidió a los párrocos que formaran listas con los feligreses más necesitados. Solo en la parroquia de la Magdalena constan 875, seguidos muy de cerca con san Nicolás, 829. En toda la ciudad sumaron 3.082 personas, cifra clamorosa si tenemos en cuenta que Tudela contaba, según el censo de 1824, con 7.550 habitantes.
Reparemos que no existía, como hoy, un Estado capaz de acudir con prontitud en auxilio del ciudadano, por lo que eran la Iglesia, los ayuntamientos y particulares quienes suplían con víveres y limosnas, estas carencias. La anónima crónica de Tudela especifica que “los conventos, las entidades civiles, el Ayuntamiento, el Sr. Obispo de Tudela y el Cabildo, reunieron, junto a los donativos de particulares, crecidas sumas de alimentos y dinero con las cuales se pudo atajar la urgente necesidad.”
El Cabildo de la catedral donó todas las legumbres que había en sus graneros, donde guardaba los frutos de los diezmos. A saber: “cuarenta robos de habas, dieciséis de alubias, veinticuatro de arbejas y arbejones y dos de garbanzos.” Y otro tanto hicieron los conventos y otras entidades como la Real Sociedad de Amigos del País, que antes de constituirse la Junta había entregado 200 robos de trigo y luego aportó 400 reales. Los víveres se guardaron en el Vínculo, que así se denominaba un amplio almacén municipal, situado en la calle de Las Herrerías, y sirvió durante siglos para guardar el trigo que el ayuntamiento compraba para momentos de emergencia. Por su parte, el Monasterio de Fitero no se quedó atrás y durante 36 días, preparó en sus cocinas raciones de comida para 300 “pobres vergonzantes”, es decir personas que por las graves circunstancias habían quedado en la miseria y que encontraban allí “dos libras de pan y una gran cazuela de comida”.
La actuación de la Junta de Caridad de Tudela duró casi un mes, del 11 de enero al 8 de febrero, dándose a cada persona una libra de pan y la mitad de una cuarta de legumbres. Según las cuentas dispensadas por la Junta se repartieron 1.370 robos de trigo, 261 de legumbres, 149 panes y 3.334 reales en dinero efectivo.
ESTRAGOS EN LA ECONOMÍA
La terrible y prolongada ola de frío acabó a mediados de febrero, pero dejó secuelas duraderas en el ámbito de la agricultura que repercutieron durante decenios. Todos los cultivos resultaron muy afectados, pero el más perjudicado resultó el olivo, planta que, si bien resiste las heladas puntuales, sucumbe ante prolongados periodos bajo cero. La economía de muchos de nuestros pueblos quedó tocada, sobre todo los asentados en los valles del Queiles y Alhama que basaban su vida en la vid y el olivo. Según el testimonio de Fray Francisco de Navascués, hubo fincas de más de trescientos árboles que no se salvó ninguno. Perecieron no solo las plantas jóvenes sino, incluso, plantaciones de más de veinte años. Por casi una década la cosecha de aceite cayó en picado. Para que brotaran de nuevo, tuvieron que serrarlos “entre dos tierras” y, gracias a ello, aunque con dificultad, volvieron a retoñar los más.
La ola de frío no se circunscribió a nuestra zona pues sometió casi toda la Península Ibérica, llegando con dureza hasta el arco mediterráneo. Sabemos que en Barcelona nevó de forma extraordinaria aquella Navidad y, así mismo, las devastadoras heladas alcanzaron las huertas de Alicante y Murcia, arrasando las cosechas de cítricos. Incluso, hay noticia de que afectaron a los cultivos tropicales de la actual Costa del Sol, singularmente en el municipio de Almuñécar.
Pero esto era solo el principio de las desventuras. En 1833, a la muerte de Fernando VII, una crisis política se trocó en amarga guerra civil, la Primera Guerra Carlista (1833-1840), cuyas consecuencias se agravaron aún más con la llegada de la epidemia de Cólera en el verano de 1834. Fue tal su virulencia que, en pocos meses, sucumbieron unas 300.000 personas, cifra sobrecogedora si tenemos en cuenta que España contaba en aquella época con poco más de trece millones de habitantes.
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